Anastasia Moloney

CIUDAD DE MÉXICO, 30 de noviembre (Fundación Thomson Reuters) - Mario Garfias, apodado Panchito, nunca se lo pensaba dos veces cuando sacaba su bate de béisbol para golpear a las mujeres y adolescentes que usaba como prostitutas en la zona roja de La Merced en Ciudad de México.

Junto con su hermano menor Enrique y su madre Esperanza, Mario Garfias era un traficante de personas para su explotación sexual. Durante casi ocho años, el trío infundió terror a jóvenes y niñas, a quienes los hermanos llamaban la "mercancía."

Si las jóvenes, algunas de apenas 16 años, no ganaban la cuota diaria establecida o desobedecían las reglas, tenían que vérselas con Panchito.

Sigue leyendo:Mi nombre es Brooke Axtell y fui víctima de tráfico sexual a los 7 años de edad en EE.UU.

"Les decía que había llegado la hora de ver a Panchito. Yo las golpeaba con el bate," manifestó Garfias, quien dirigía la red de tráfico sexual.

"Obviamente nunca las lastimaba en la cara porque luego las enviaba a trabajar. Pero les pegaba en la espalda, en las piernas y en las nalgas," dijo Garfias, quien, como su hermano y su madre, pasó casi 12 años en prisión por sus crímenes.

También usaban pistolas lanza dardos contra las jóvenes, e incluso en una ocasión una mujer fue atada a una silla con fuegos artificiales colocados alrededor de sus genitales, confesaron los hermanos.

Dos años después de que la familia cumpliera su condena y saliera de la cárcel, sus historias ofrecen una visión inédita de los métodos que usan los traficantes de sexo: cómo atraen a sus víctimas y la violencia que utilizan para controlarlas.

También revelan un ciclo de violencia que generalmente comienza en la infancia, una experiencia que los traficantes y sus víctimas suelen compartir, difuminando las líneas que separan el abusado del abusador.

ABUSO INFANTIL

Mario Garfias y sus cinco hermanos crecieron con hambre, en un hogar en el que la violencia doméstica era cotidiana.

Su madre, Esperanza, confesó que un vecino de Ciudad de México había abusado sexualmente de ella cuando tenía cinco años, mientras que su propia madre la golpeaba.

Para escapar del abuso, Esperanza se escapó de su hogar a los 12 años. Sin hogar y embarazada, se refugió en el alcohol y recurrió a la prostitución para sobrevivir.

Los hermanos dicen que el hecho de crecer en ese tipo de ambiente moldeó sus actitudes hacia las mujeres y distorsionó sus principios morales.

"Es evidente que no me estoy justificando, pero crecí pensando que la violencia era normal. Así fue como me criaron," dijo Garfias.

"Nunca me enseñaron a valorar a las mujeres. Vi como mis padrastros golpeaban a mi madre. Y ella volvía con ellos una y otra vez. Así pues, las mujeres se volvieron seres despreciables para mi".

Cuando era adolescente, Garfias encontró trabajo como empleado de limpieza en un burdel dirigido por un exitoso proxeneta en La Merced.

Allí, él convenció a una joven para que se fuera a trabajar para él. Mario se apropió furtivamente de más mujeres que trabajaban para otros chulos a lo largo de las populosas callejuelas coloniales cubiertas de basura de La Merced.

En el transcurso de un año, Garfias tenía un negocio lucrativo en el que trabajaban sus hermanos y su madre. Allí ganaba hasta $1.000 diarios producto del trabajo de unas 10 mujeres y niñas que tenían relaciones sexuales con unos 20 clientes por día.

En México, la forma más común de trata de personas se realiza con mujeres y niñas forzadas al comercio sexual.

Aproximadamente 380.000 personas son víctimas de la esclavitud moderna en México, incluida la prostitución forzada, según la Fundación Walk Free, un grupo de derechos humanos.

En todo México, el tráfico sexual es, con frecuencia, un negocio familiar. Generalmente, las víctimas conocen a sus traficantes y viven en la misma comunidad.

A Garfias, quien tiene ahora de 39 años, y a su hermano Enrique, les tomaba unas pocas semanas atraer a varias mujeres con falsas promesas de un futuro mejor. Las engatusaban con una serie de "gestos románticos": un ramo de rosas, un oso de peluche o una caja de bombones.

"Francamente, era muy fácil hacerlo. En mi caso, la mejor manera era hacerlas creer que estaba enamorado de ellas," dijo Enrique, el hermano menor de Garfias. "Pasábamos frente a una casa bonita y les decía: "Pronto será de nosotros. Nos casaremos y tendremos hijos."

Los hermanos se aprovechaban de mujeres provenientes de hogares pobres y con problemas en los que la violencia doméstica o sexual era una práctica extendida.

"Eran seres vulnerables. Les faltaba amor. Nos aprovechamos de esa situación," dijo Mario Garfias, en cuyo cuello se observa el tatuaje de un escorpión mientras que en su brazo se ve tatuada una mujer desnuda encadenada.

"No hay nada más fácil que engañar a una mujer que no se ama a sí misma y que tiene la autoestima por el piso.

Antes que nada, aumentaba su autoestima, y ​​una vez que estaban conmigo, se las bajaba al suelo."

CONTROL TOTAL

Los hermanos también ejercían un control psicológico sobre sus víctimas, amenazándolas con hacerle daño a sus familias si se negaban a sus requerimientos o trataban de escapar.

Mientras Mario Garfias cortejaba a sus víctimas, ellas compartían detalles sobre su familia, como los nombres de sus padres y dónde vivían.

"Tengo buena memoria. La información que me daban las jóvenes las usaba más tarde contra ellas," dijo.

Los hermanos jugaban a la rutina del policía bueno y el policía malo. Enrique era considerado el que servía de "paño de lágrimas," el hermano más gentil y apuesto, mientras que Mario era el violento.

La madre de los Garfias cocinaba para sus hijos y sus víctimas, mientras les decía a las mujeres que trabajaran más duro.

"No decía nada sobre el trabajo de mis hijos con las muchachas porque para mí era algo normal. No pensaba que fuera algo malo porque había pasado por lo mismo," dijo la mujer de voz suave.

Mario Garfias dijo que disfrutaba del dinero y el poder. Con las ganancias de sus víctimas, compró autos, ropa de marca, teléfonos móviles y apartamentos amueblados.

Los hermanos no pensaban que estaban haciendo nada malo.

"Había visto a mi madre trabajar como prostituta. Pensé que era algo normal ", señaló Enrique Garfias. "No las veíamos como seres humanos sino como nuestras trabajadoras. Las veía como una mercancía que me daba dinero y sostenía a mi familia ".

Los hermanos controlaban casi todos los pasos que daban sus víctimas: cuándo podían comer y dormir, con quién podían hablar y en qué esquina de la calle podían pararse.

"Tenían que pedir permiso para todo. Nunca estaban solas," declaró Mario Garfias.

Dentro de los mugrientos hoteles y casas de La Merced había burdeles con habitaciones sin muebles separadas por sábanas.

Los hermanos sobornaban a la policía para recibir información sobre redadas en los burdeles, mientras que empleaban a vigilantes en las calles para detectar a cualquiera que tratara de escapar.

"Yo les decía a las muchachas: 'Mira esto, chiflaré y verás cuántas personas levantan la mano.' Solo en una cuadra, se levantaban dos o tres manos," dijo Enrique Garfias. "'Ves que es imposible que te escapes,'" les decía a las mujeres.

LA CÁRCEL

Sin embargo en 2003, una joven de 16 años logró escapar de la familia.

Su testimonio a la policía condujo al arresto y condena de la familia Garfias por cargos de explotación sexual infantil, entre otros crímenes, algo que nunca se imaginaron que ocurriría.

Sin embargo, en México y en el resto del mundo, pocos traficantes cumplen condena en prisión. En 2016, 228 personas fueron condenadas por trata de personas de acuerdo a la ley para erradicar los delitos en materia de trata de personas, promulgada en México en 2012, en comparación con 86 traficantes en 2015.

Mario Garfias, que tenía 25 años en aquel entonces, experimentó en carne propia cuando se hallaba tras las rejas la versión de Panchito, un palo de madera apodado Bam Bam, con el que los prisioneros golpeaban a sus compañeros de prisión.

"En la cárcel me decían lo mismo que yo les gritaba a las muchachas: no vales nada, no eres nadie," señaló.

Un pastor que visitaba la prisión le presentó la Biblia a la familia y a la postre ellos se convirtieron en cristianos renacidos.

Esperanza Garfias, de 56 años, manifestó que después de convertirse en cristiana evangélica, se dio cuenta de que lo que había hecho estaba mal y que, como madre, debería haberse enfrentado al comportamiento criminal de sus hijos en lugar de haberlo apoyado y tolerado.

"Me avergüenzo," admitió Esperanza.

Mario Garfias dijo que desde que salió de la cárcel encontró a cinco de sus víctimas y les pidió perdón.

Los hermanos de Mario esperan que al compartir sus experiencias, puedan ayudar a cambiar las actitudes de los hombres hacia la prostitución forzada y a instarlos a que lo piensen dos veces antes de pagar por sexo.

"Sin clientes, no hay tráfico de personas," dijo Garfias. "Las chicas no se paran en las esquinas de las calles porque lo deseen. Los hombres no saben lo que le ocurre a las jóvenes y quién está detrás de ellas."

News

Exige igualdad

Inducidas a la esclavitud: de cómo una familia mexicana se convirtió en traficante sexual